PARTE II
Bueno, veamos: hoy es domingo, son casi las cuatro de la tarde y no tengo panorama programado. Mi BlackBerry lo mantengo apagado en domingo para desconectarme de la pega un ratito, así que estoy inubicable. Tampoco me dan ganas de llamar a nadie. Tengo ganas de estar solo.
Pienso que debo ir a pasear a alguna playa de por aquí cerca. Conduzco un par de horas y llego a una playa sensacional, no se ve ni un alma, pero por lo menos hay mar, y donde hay mar hay energía. Justo lo que necesito: mucha energía.
En la orilla hay unos lugareños que se ganan la vida recogiendo unas algas brillantes que las venden a precio de huevo, para que luego algún fulano las exporte al oriente y vuelvan enfrascadas en unas cremas carísimas que ni tienen olor a alga. Y la señoras las compran como pan caliente, con la secreta esperanza que se les borren, o por lo menos se les atenúen las arrugas; si a las viejas les puedes vender cualquier lesera, con tal de prometerles lo imposible. Se me ocurrió llevarle un atadito de estas algas a mi mamá para que vea la porquería que se echa en la cara.
Me concentro en los montones de algas apilados en la orilla, parecen miles de lucecitas saludando alegres a los visitantes. El brillo del sol se refleja en ellas. Me imagino que están contentas de saber que ahora sirven para algo más que enredarse en las piernas de los bañistas. Tengo ganas de conversar con el pescador de algas, me acerco un poco, inhalo profundamente el aire marino y me doy cuenta que esta sensación es más estimulante que inhalar la basura de anoche. El aire entra con fuerza a mis pulmones purificando cada pensamiento. Exhalo relajado y sin prisa, botando la inmundicia de mi cuerpo, por fin. Repito el ejercicio unas cuantas veces, miro el horizonte y levanto los brazos. En ese instante entra una idea loca a mi cabeza: sospecho que tiene que existir en algún lugar del universo – o fuera de él. En otra dimensión, por ejemplo – un ser superior que tenga la capacidad creativa para haber inventado esta playa y su entorno plagado de belleza, que se traduce en un paisaje diseñado a la perfección. Eso sí, que el cuento del dios no me lo trago, lo encuentro muy absurdo, como también encuentro ilógico las historias del cielo y del infierno. Cómo si sólo hubiesen dos opciones: si eres bueno te vas a al cielo y si eres malo te vas al infierno. No creo que sea así de simple. El problema radica en la subjetividad y relatividad de los conceptos del bien y del mal. Cómo saber qué es la verdad, lo real, lo perfecto, lo bueno, lo eterno. Porque algunas religiones te dicen que hay que matar a los individuos que están en contra de sus creencias, pero en otras te dicen que las vacas son sagradas. ¿Qué valdrá más? La vida de un hombre que piensa distinto a otro, o la vida de una vaca. Necesito hablar con alguien, las dudas alimentan mi ansiedad.
-¡Hey! Hola, como anda. Está rico el día. – El pescador se da vuelta asustado. Parece que le hablé muy fuerte.
– Buenas tardes. Sí, en la mañana estaba un poco nublado pero ya está despejadito. – Contesta el hombre. Apenas hubo dicho esto le cambia el semblante y ahora sonríe. Me fijo en las marcas moradas de sus piernas y pienso que el agua debe estar bastante helada. Qué lástima que hoy no vi el amanecer, no tenía idea si había estado nublado. No me quedaba otra que creerle.
– ¿A cuánto el kilo de algas? – Le pregunto mientras disfrutaba sintiéndome pequeño ante la inmensidad del mar.
– Estas son pelillo, me las compran a ocho gambas el kilo – Contesta sin descuidar su labor. Comienzo a sacar cuentas y no debe ser mal negocio, después de todo estando mojadas pesan harto.
– Claro que me las pesan secas, y viera usté que secas no pesan naíta po’oiga – Contesta nuevamente; esta vez adivinando mis pensamientos. Saco cuentas nuevamente y calculo que es todo un día de trabajo, todos los días, para apenas puro comer.
El mundo es muy desigual. Si en realidad hubiera un dios no podría permitir este tipo de injusticias. No creo que un Ser perfecto, el mismo que hubo creado este maravilloso escenario que tengo ante mis narices, pueda estar tan tranquilo sentado en su trono haciéndose el leso.
Me deprime un poco este caballero, comienzo a sentir remordimiento de la vida que llevo. Es cierto que no ha sido perfecta, después de todo nada es perfecto, pero por lo menos nunca he tenido que enfrentarme a la inseguridad, al temor, o a la angustia de la incertidumbre. Incertidumbre acerca de si mañana podré alimentarme. Siempre tengo comida de sobra, incluso a veces tengo que tirarla a la basura porque no me apetece comer dos días seguidos lo mismo. ¡Qué locura! De verdad siento remordimiento. Esta vez es más real de lo acostumbrado. No me gusta esta sensación. Me descoloca.
Imagino mi alma: pequeña, impotente, muerta. Cubierta por una gruesa capa de culpa. Me la imagino oprimida y lastimosa. Incapaz siquiera de pedir auxilio. ¡Pobrecita mi alma! Me gustaría ayudarla, salvarla. El problema es que no sé cómo hacerlo.
Ahora estoy sentado en la arena, sintiendo una pena atroz pero con claridad de pensamiento. Miro al cielo – que a propósito hoy está más hermoso que de costumbre – y justo alcanzo a divisar unos rayos de sol colándose entre unas pocas nubes. Unas gaviotas giran alrededor de aquellos rayos. Su vuelo se asemeja a algún tipo de danza tribal, ceremonioso pero festivo, cuyo objetivo no es otro que agradecer el calorcito que les proporciona el rey sol.
Bajo la mirada y me concentro en los millones de granos de arena dorados. Tomo un puñadito en mi mano y la dejo deslizarse por entre los dedos. Caen suaves para confundirse de nuevo con su hábitat. En mi mano, esos granitos brillan resplandecientes e intensos, pero a medida que caen, su brillo se pierde y se apaga. Vuelvo a coger un puñado de arena y vuelvo a soltarla. Repito el ejercicio un par de veces más porque es relajante. Imagino que cada grano de arena es un alma muerta, sin opción. Y mi mano, una especie de redentor o rescatista que les regala un mundo nuevo, donde ellas puedan brillar con tal intensidad que nunca más deseen volver a confundirse con la arena común y corriente.
Unos gritos de niños hacen que vuelva la cabeza y los veo allí, a pata pelada, corriendo hacia la orilla. Hacen carrera para ver quien llega primero al lado de su papá. Uno de los niños tiene la cara llena de picadas de zancudos, como con alergia. Se nota que se las había pellizcado. El pelo lo lleva bien despeinado y hasta medio enredado. Andaba con unos jeans bien desteñidos y cortados a media pierna a modo de shorts y una polera tan apretada que se le veía el ombligo. El otro niño es más guagüita, como de dos años y solo llevaba puestos unos calzoncillos bastante jetones. Como era de esperar, el mayor le ganó la carrera al menor. Igual lo espera pacientemente para ir juntos a saludar a su papá. Lo toma de la mano y lo arrastra con cariño hacia la orilla húmeda. El papá-pescador-de-algas-baratas los mira con ternura y extiende los brazos. Tanto los extiende que parecía como si se les alargaran. Los niños se refugian en aquellos brazos anchos, helados por el contacto con el agua de mar, pero encendidos con el amor que emana y explota del corazón del padre; un amor infinito e incondicional por sus dos pequeños hijos. Entonces, la alegría de ellos revienta en unas sonoras carcajadas que invaden toda la playa.
Sin percatarme se me escapa lentamente una lágrima. Ahora ya no siento pena por ese hombre que tiene que sacrificarse a diario para poder alimentarse. Ahora siento pena por mí, porque yo soy el pobre y el miserable, incapaz de amar, incapaz de vibrar con las cosas simples, bellas, gratuitas.
Pensándolo bien, si existiese un Dios creador de la tierra, del universo y del hombre – hipótesis que ciertamente podría ser verdadera – no lo veo encarnado en un ente perversamente injusto ni arbitrario en la toma y ejecución de sus decisiones. Muy por el contrario. Lo imagino más bien como si fuera una especie de Gran Espíritu, majestuoso, increíblemente sabio y bondadoso. Pudiera también estar ofreciendo pagar un rescate por el alma de quienes lo busquen. Y el alma, una vez liberada, puede ser capaz de mirar lo bueno, lo agradable. Y entonces, puede cambiar una vida vacía y sin sentido por otra vida; una vida real, eterna.
Todavía no se habían soltado del abrazo cuando decido levantarme y dejarlos gozar ese momento. Ya al lado del Jeep, vuelvo la mirada y alcanzo a ver a la madre de los niñitos que se acercaba a la orilla. Llevaba una canasta colgando del brazo. Era una mujer pequeña, redonda y morena. Su rostro delataba las largas horas que pasaba bajo la mirada incansable del sol abrasador. En su rostro se reflejaba además una paz que se asomaba en sus pupilas y reventaba en su sonrisa.
Trato de abrir las puertas de mi automóvil. Creí que me iba a costar desactivar la alarma, porque ando con las pilas agotadas, pero apenas aprieto el botoncito se levantan inmediatamente los seguros de las cuatro puertas. – ¡Milagro! – pensé. Que agradable sensación se experimenta cuando todos tus sentidos vuelven a conectarse con tu alma. Me siento completo, tan pleno, que hasta el más mínimo detalle favorable se torna merecedor de reconocimiento y digno de agradecer.
Mientras conduzco de regreso a mi casa, trato de captar la esencia de mi entorno inmediato, aprovecho cada metro de naturaleza, cada metro de vida. Miro por el espejo retrovisor, lo acomodo para reflejarme en él. Me miro, y al instante me regalo una sonrisa, creyendo por fin estar seguro de haber encontrado la solución para resucitar mi alma. Acomodo nuevamente el retrovisor y lanzo una última mirada hacia atrás, hacia la antigua naturaleza.
FIN
Nota del autor:
Este cuento es ficticio y no tiene intencion de darle una explicación real al proceso de salvación ofrecido por nuestro Señor Jesucristo.
Si desea conocer el evangelio de Jesucristo, puede ponerse en contacto conmigo a través de este blog.